viernes, octubre 10, 2008

El imputado

Sin embargo, el irme sentí un profundo y repentino alivio: me fui escapando pero sin saber de qué. Si me fuerzo, ahora, y pienso, puede que haya sido por dejar atrás esa sensación de desconfianza contínua; esa paranoia urbana de pensar que todo acto aparentemente desinteresado de alguien tiene, en el fondo, un objetivo concreto y personal. Cuando me fui, sentí el alivio de la certidumbre, supe realmente que todo lo que me ofrecieron fue solo por el acto de dar, sin pedir nada a cambio; y ahí recordé a Víctor y sus sabias palabras de borracho.
Y en ese alivio me dormí y me confié, cuando menos debía hacerlo; y cuando desperté, desparramado en el asiento del colectivo, tenia un perro que me miraba desde el pasillo, y del cuello del perro nacía una correa verde que terminaba en la mano del gendarme que me decía: buen día, documentos. Y yo, el mago del descarte, esta vez no pude hacer nada y hasta confesaría que ni lo pensé; me deje llevar: si estaba ahí, en el medio del desierto con eso en el bolsillo, por algo era. No iba a ir en contra. Mientras que me paraba, caminaba y sacaba la mochila de la bodega, tuve por lo menos tres oportunidades de deshacerme de la cosa; no lo hice, y no pregunten por qué.
Y así fue que, accidentalmente, conocí la ciudad de Santa María, al este de Catamarca, y la conocí bastante bien después de seis horas de recorrerla en el camioncito verde, buscando una puta balanza que marcara el misero gramo y medio de marihuana que ya dormía en la chaqueta del gendarme, que sorprendido miraba mi sonrisa inmutable, como si en vez de un sumario estuviese disfrutando de un tour por la ciudad, y su cara de sorpresa aumentaba mi sonrisa, que ya rozaba la burla, pero ¿existe alguna ley que me lo prohíba?.
Estaba Nievas, un gordo acalorado que con sus cuarenta y pico solo era cabo: hablaba mucho y con frases hechas. Morales, morocho correcto y reservado, con cara de buen tipo. Y Don Ramón, que así bauticé; además de su parecido con el homónimo, mastico durante horas el mismo escarbadientes, mientras manejaba y chasqueaba la lengua produciendo ese sonido molesto que algunos hacen cuando tienen restos de carne o naranja entre las muelas. Y en el cuartel otros tantos, de mayor o menor rango, que con dos dedos escribían sobre el teclado y paraban, como viejas chismosas, para tomar unos mates o ventilarse las patas. El único molesto, por su presencia y su mirada, era el más pendejo: abusador de poder en potencia, caminaba como si tuviera dos granadas en lugar de testículos; pero esos son los peores: que se hacen los locos con el uniforme y el cinto y al mínimo atisbo de derrota, se cagan en
los pantalones y corren. Me miraba sobrándome, y después, por la tarde, cuando me vigilaba mientras me fumaba un pucho, me dijo: que boludo, en Cafayate podes conseguir en cualquier lado. Y cambio por un instante la sonrisa de burla, por la de complicidad.
Y así paso el día: ellos disfrutando de su deber sin sentido y yo mirando como seis hombres maduros regresaban a su infancia y ocupaban sus horas rellenando formularios con horarios precisos, poniendo sellos y estampillas, recortando, pegando, y dibujando garabatos de colores. Jugaban a ser gendarmes; se divertían y era lo que debían hacer: pero los miraba con lastima y sonreía, como solo podría mirar y sonreír ante seis idiotas que hacen sin saber un deber sin sentido. Estaba de visita en un manicomio o en un geriátrico, y era la causa de su alegría, objeto de su ocupación, su juego. Mantuve la sonrisa burlona para no reírme a carcajadas de todos ellos. Porque yo, a pesar de ellos, seguiría creciendo. Pero ellos, aunque sigan encontrando otros giles despistados como yo, utilizándolos como excusa para sentirse ocupados, van a estar ahí, en el mismo lugar, haciendo los mismos garabatos y
formularios durante años hasta que los mate un cáncer o tengan la suerte, alguna vez, de ser hombres de verdad y defender lo que realmente hay que defender: la vida con la vida misma.
Cuando terminó la travesía de la balanza y el juego de los formularios, que procedí a firmar con el subtítulo de "imputado" bajo mi gracia, fuimos a la comisaría para seguir riéndome con las preguntas del oficial de turno. Nombre y Apellido?. De quien?. Suyo. Ah, dije primero mi nombre y después mi apellido y primero mi apellido y después mi nombre, el orden del producto no altera los factores. Alias?. No pude evitar la sonrisa y me quede mirando un ángulo de la pared, la telaraña que crecía como mi cabeza, que se llenaba de nombres absurdos. Alias?, repite. Billy, el Pistola Floja, me anime a decir. Me miró y creo que estuvo a punto de darme un golpe. Nievas, que estaba detrás pronuncio mi apellido como un reto, como una maestra gorda y bigotuda, y le dije que no tenia alias. Y así siguió, y así seguí. Ocupación? Ninguna. Profesión? Ninguna. Que hace? Nada. Debe haber sido el prontuario mas aburrido de toda la historia policial de Santa María, y eso que en
ese desierto no pasa nunca nada. Dedito negro, y las huellas de mi paso quedaron ahí, selladas. Me lavaba las manos y me reía, otro idiota mas al que le cagamos la siesta. Y ahí me acordé, la pared crema que tenia enfrente, casi pegada a mi cara y el sol fuerte que rebotaba en ella. Amarillo. Y me acorde de Onetti, de la Santa María de sus libros o de su Santa María, porque el la creó y también la destruyó, prendiéndola fuego.
Cuando volvimos, todo listo. El señor juez se había levantado con el pie izquierdo y ordeno que declarara en Catamarca, al otro día. Y yo quería sacármelos de encima, y tiempo tenia de sobra. Puse cara de perro pobre y sin dientes y la gendarmería se hizo cargo de mi pasaje. Me ahorre cuarenta mangos, aunque no pensaba ponerlos de mi bolsillo.
Ya pasada la medianoche, me encontré con Morales, que viajaba conmigo llevando los papeles, en la terminal de Santa María. Fue un tipo abierto y sincero: aproveche. Antes de subirnos le pregunte si traía la evidencia en el sobre; me contesto que si, y le propuse ir a fumarnos unas secas por ahí, hasta que llegase el colectivo. Total, ¿quien se iba a enterar?. Se rió, relajado, ya fuera de la orbita del cuartel y de las miradas de sus compañeros. Y se aflojó. Pero miró para otro lado y cambió de tema, hasta que llegó el bus y subimos: el chofer pasilleaba controlando boletos. El mío lo miró un rato largo, especialmente interesado por el rotulo: "a cargo de gendarmería", donde debería ir el precio. Lo miró a Morales y le pregunto si estaba con el, le gane en la respuesta y le dije: si, soy el imputado; el chofer me echo una mirada larga, desconfiado, me devolvió el papel y siguió en la suya. Mientras, la vieja que tenia del otro lado del pasillo, me miraba con miedo. Le sonreí. Cuando gire la cabeza Morales me miraba con vergüenza, y me dijo: no debería haber dicho eso, el pasaje lo sacamos como si usted fuera de inteligencia.
Mi pelo largo y la barba abandonada lo confirmaban, a mi me sirvió para reírme un largo rato, de la cara del chofer, de la cara de Morales, y cuando este estaba a punto de dormirse le pregunte que pensaba de todo esto, si creía que era algo útil. Sin dudarlo me dijo que no, que no servia para nada. Y para que, entonces. Para justificar nuestro trabajo, nuestro deber y porque en el momento hay testigos y tienen que ver que hacemos algo. Fue suficiente para dejarlo dormir, y confirmar todas mis risas burlonas del día: para justificar su trabajo, su sueldo. Por el deber de romper las pelotas.
El resto fue tan rápido como encontrar la fiscalía, esperar dos horas al abogado que me defendería, que al fin llegue, que yo no declare, se indigne del tiempo y la plata que nos hicieron perder a todos, que firme y se vaya. Listo. En unos meses, estos papeles se prenden fuego -me dijo, acostumbrado- te llamo cualquier cosa, pero no creo que haga falta.
Otros gendarmes me llevaron al destacamento de policía donde después de un rato mas de toda la puta e inútil burocracia, me fui caminando a la terminal para decidir a la suerte, mi próximo destino. ahí me encontré con Morales, que intentaba sacar el pasaje de vuelta a cargo de la gendarmería, y al lado de su bolso, parado a sus pies, tenia un plasma grande y de buena marca recién comprado, fresco y costoso, y sobre la caja, como una corona, descansaba su gorro verde de gendarme, con estrellitas y colores y todas esas boludeces que a ellos, les encanta.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Habia empezado a escribir algo pero el cafe se derramo sobre el teclado. La proxima vez debo asegurarme de ponerle mas azucar y asi evitar esa cara de asco que pongo cuando le doy pequeños sorbos.
Fui a buscar algo para limpiar y toque el boton Power y se apago todo.


Por aca, todo anda cada vez mejor.
Espero q por alla, todo sea aroma a pueblo y no a sorete como aca.

Santino

Anónimo dijo...

hermoso como siempre, ahora que boludo no? un besote lidia

Anónimo dijo...

jajajajajaaaaaaa mb buen comentario lidia.
don

Anónimo dijo...

escribi un libro chee, q ande todo bien y q cada vez q te toque ver esa mierda, mira para otro lado.. o reitele como sin duda hiciste..