jueves, octubre 08, 2009

"Inteligencia es comprender algo antes de afirmarlo. Es llevar las cosas al límite para encontrar sus contrarias. Es intentar comprender a los demás y entre uno y los demás, con todos sus pros y sus contras, buscar poco a poco, nuestro humilde camino. Ya sé que, actualmente, a mucha gente no le gusta este planteamiento intelectual. Quieren las diferencias bien marcadas e intentar buscar algo entre el negro y el blanco, es un asunto muy gris. Los fanáticos y los dogmáticos resultan aburridos porque siempre sabes lo que van a decir. La gente divertida no son los escépticos sino aquellos que aman las paradojas. Llamo paradojas a buscar otra solución cuando tienes ya una evidente. Considero también que transigir es la acción intelectual más hermosa, la más valiente pese a que la gente lo vea mal o lo considere una claudicación."

Jean-Luc Godard

sábado, junio 20, 2009

Ahicito nomas

Los lustrabotas se cubren con pasamontañas. Nadie estornuda. Los relojes en la pared no marcan ninguna hora cierta; o no se mueven o se equivocan. Laberintos de feria. Caos ordenado. Las cholitas y sus changos como Mamushkas. Pescado. Pescado sobre mantel sobre pavimento; que no se ve, el gris no se ve. Puro color. Movimiento extremo. Armonico. La sonrisa arrugada y sin dientes de la cholita. Harto vieja, harto antigua. Se rie. Habla y no entiendo. Los dedos morenos y flacos señalan su menton. Se rie. Estira esos mismos dedos; dedos de tierra, de choclos, de papas, de monedas. Se rie, y sus arrugas brillan, su pelo brilla; los ojos inmensamente negros me miran, se rien y sus dedos inquietos, de niña, acarician mi chiva, prueban cuan larga es, y se rie a carcajadas. Inocente, juvenil.
Por todos lados, a toda hora, en cualquier lugar. Pollo. Papas. Habas. Por la ventana del bus entra comida. Caen monedas a la tierra. Las cholitas rien, picaras. Tierra. Gente. Sol. No puedo dejar de mirar, las imagenes llegan al limite de mi atencion, a una velocidad que ellos tienen en el cuerpo, en el paso, que yo no llego a tener ni con la vista. No termina una imagen, que otra la desplaza. Mini-buses como pan lactal. Bocina. Bocina. Bocina. Del pan lactal se asoma medio cuerpo y grita. Locaciones. Direcciones. Rutas. Barrios. Ofrece un trayecto a viva voz. El Alto. Me pierdo, ya de noche. Me pierdo con gusto. Como. Camino. Logro encontrarle la forma al embudo. Lo veo desde arriba, cómo las luces azules y naranjas van formando el contorno, creando el cerro. Como un fuego. Veo el cuerpo de La Paz, su esqueleto luminoso. Me contagio de su sangre, y dejo que su ritmo me lleve. Me conecto y me pierdo en el caos. Pero su ritmo no es el mio. Me canso, me agito. Debajo de un balcon, sobre escaleras de piedra, sobre escaleras de siglos. Potosí grito sordo, sin aire. Adoquines inmensos. La sangre de los cerros.
Dejo el Altiplano. Voy a lo verde. Extraño el Altiplano. Vuelvo: humildad. Trabajo. Evo. Revolucion.
El bus se arrastra como un gusano. Entra en las luces, en el organismo que es el pueblo, que se mueve en todas direcciones pero a un mismo ritmo. La vida esta en la calle. Y en la calle se ve que Bolivia vive.
El valle, una cueva, el agua. El pueblo amable. Wilson y Willy. Bus. Butaca. El paisaje que corre como una filmacion. Cine-movil. Sin actores, sin escenografia. Cine-perfecto. Hablo. Mas escucho. El aymara es como una cancion. Las mezlcas son fragmentos inseparables, unidos por los siglos y las costumbres. Crisol. Mixtura. Belleza. El lago. Un trago en Copacabana. La isla del sol sin luz. Pero con luna llena. Gigante. La bola de fuego en el cielo oscuro que todos vimos desde el balcon. Las paredes bajas. Los caminos eternos que llevan al corral. El bosque blanco. Humo. La puerta del sol.
Despues cruzo la linea que me lleva a la ruina; pero ese es otro tema.

miércoles, marzo 11, 2009

Muchachachara

Tome con los dedos negros, imaginandome fugitivo, el pasaje directo a Jujuy. Pudo haber sido Cordoba, huir a la playa de Cuesta Blanca, descansar y cambiar la piel, como un reptil, tirado al sol sobre alguna piedra. Pero la tentacion de lo desconocido siempre me gana de mano; pasadas las diez horas de espera en terminal alguien me despierta; despues de tanta espera y tantas caras no pidan que lo recuerde, que lo describa: pero me salvo. Salte de la silla y le agradeci: escapaba de Catamarca.

Segunda noche consecutiva durmiendo en butaca; sumando los dias de calor y abandono ya sentia la ropa como parte mia, eramos una misma cosa, dura, pegajosa.
Puedo decir que pase por Salta, pero no la vi, no puse ni un ojo sobre ella: dormi.
Me desperte en la estacion de San Salvador de Jujuy, que es una maqueta de Constitucion pero no tan densa, tan populosa. Camine y por momentos me parecio andar por las calles de Balvanera: angostas y empedradas, con sus casonas coloniales.
Ya es comun, desde que sali, encontrarme con personajes que me recuerdan a personas. Y son personajes porque son una escena, una fragmento, que puede durar una espera en la terminal, o una amistad: lo que el tiempo de.
Asi que dos noches en San Salvador suficiente para despejar la cabeza, conocer gente y arreglar la mochila: ultima maldicion catamarquenia. Pienso en el pibe gendarme, con su sonrisa burlona y mi paranoia lo imagina con esa misma cara cortando apenas, los hilos de la mochila.
Pero Jujuy me aparto de todo, y a pesar de su tierra me limpio. De este a oeste, casi en diagonal, tiene selva, bosque, valle, quebrada y puna.
Despues de la cara desilusion de Tafi y la brusca sequedad de Amaicha, mi necesidad era verde, el brillo del sol en las hojas. Asi que encare para las Yungas (que tambien llegan hasta Bolivia y se desprenden del Amazonas). Cruzando el Parque Provincial Calilegua, llego al pueblo de San Francisco, que me equilibra; cambio ritmo, dejo atras el vampiro que hay en mi: la naturaleza me ordena, ubica mi metabolismo a su gusto y es su orden el que chista, a eso de las nueve, y me despierta.

Pero verdaderamente me cuesta contarles de San Francisco, dos meses despues y desde Tilcara: con el rio recien crecido y la luna llena iluminandolo como si fuese de leche o de plata, siguiendo desde lejos su contorno como a una oruga flaca y gigante. No se como desde aca, contarles la fiesta que vivi en San Francisco: los ensayos de las marchas que no sirvieron de mucho porque la marcha real fue esquivar la mierda, y la mierda fue el obstaculo y la risa.
Y me convenzo de que lo real es lo inesperado, lo que no se planea. Toda accion que no se espera quiebra el tiempo: no importa orden ni premeditacion alguna y ese es el punto debil. Vivimos organizados y el tiempo nos vive; una sola accion que no se espera y el tiempo se vuelve fragil y diminuto: estalla. Porque podemos tener meses de ensayo, una banda de musicos, un palco oficial, cientocincuentaypico de gauchos arriba de sus cientocincuentaypico de caballos, todos los alumnos de la escuela esperando para marchar, para efectivizar tantos dias de ensayos bajo el sol, los de vialidad, los de la luz y todo perfectamente organizado pero si un piola (San Piola) se anima a anticipar la voz de marche a los cientocincuentaypico de gauchos que festejan desde la noche anterior, con la bota bajo el brazo, toda organizacion es nula. Bajan por las calles de tierra al galope y el piso tiembla y nadie entiende que pasa. Solo algunos los ven venir, y unos pocos sonrien sabiendo lo que va a pasar. Y pasa. Entran triunfantes y con las caras iluminadas por las sonrisas, marchando a su propio ritmo y orgullo. Y la fiesta de San Francisco, de su santo y de su pueblo, empieza como deberia terminar y se dan vueltas las cosas y se invierten los roles. El intendente que mira al secretario, y el secretario que se mueve para aparentar una decision pero no: los de vialidad se rien relajados porque su trabajo esta hecho, y porque festejan desde que lo terminaron; no van a dejar el vino para limpiar lo que ya limpiaron. Ya esta todo dicho, el caos reina en este festejo y lo disfrutamos. Despues de la marcha inesperada intentan reestablecer el orden; mandan a los chicos con su numero, ensayado durante semanas. Los chicos se miran entre si y sonrien picaros, miran a los maestros que no saben que hacer: si salir corriendo (pero no tendrian donde esconderse en un pueblo tan chico) o mandarlos al suicidio, al enchastre. Los chicos toman la bandera, deciden, se mandan y marchan al compas de la bosta, de los kilos de mierda desparramados por la calle y la musica no vale, cantan distraidos porque la atencion esta en sus pies, en no pisar los recuerdos que dejaron los cientocinuentaypico de caballos de los cientocicuentaypico de gauchos que marcharon antes de lo que debian, cagando sin verguenza (pero joder, si son caballos!) la calle principal de los festejos.

Y ahora, tres meses despues, asocio las nubes que veo desde el coche, el cielo gris y uniforme, con las despedidas de San Franciso; la que no fue, con Molina desparramado sobre la mesa, triste y borracho; el sol partiendo la tierra y el monte mientras esperaba el unico colectivo que nunca paso; y con la que fue, con la neblina y las lianas colgando de los arboles, el monte que no se ve, el micro dando marcha atras en un camino donde solo entra un coche, y el que no entra, cae al vacio; y es el mismo cielo y las mismas nubes que veo ahora desde la ventanilla de un Renault 12 prestado y que es un secuestro, llovisnando y sin nada que limpie el parabrisas ni espejos laterales; la policia que nos para y Nayim que no tiene el seguro y actuamos, desplegamos una escena magistral y arreglamos con una Coca; pero no termina: el coche no arrancha, nos miramos y nos reimos, salgo del coche y los policias empujan conmigo o mejor dicho, hago que empujo mientras ellos provocan el movimiento; el coche no arranca en subida, giramos y encaramos la bajada, arranca; cuando me subo al coche ya en marcha, Nayim me mira sonriendo y me dice: si no le daba contacto nunca iba a arrancar.

Sigo camino. Pienso en las pocas cosas que se pueden planear. En los no-proyectos que quiero tener. Me rio. Me lleva. Llueve. Y espero que pase; me mojo en Tilcara para no empaparme en el Beni. Disfruto las noches despejadas desde la hamaca, las estrellas enormes; y de fondo, detras de los cerros, los relampagos que llegan como muestras instantaneas de algo que no voy a ver. Y de dia, el sol aplasta la tierra; pero de fondo algun trueno suena, puede que llueva; arcoiris desde la laguna, y Domingo (perrazo) que nada con los patos. El membrillo a la matina, con Allarde y mate. Antes el gallo que grita desaforado y nos despierta. Despertador emplumado.

Pero basta. Me canso; no de Tilcara, sino de hablar. De no encontrale sentido a contar lo que veo, porque lo reduzco a su minima potencia. Como una foto.

Arriba. Despierten. Les mando un gallo, una oveja.

Mi intimidad me la guardo, lo que no quiero que se sepa no lo digo. Y ahora no digo mas. Soy un jugador, y pongo las reglas. Pido clemencia por los juguetes, que no pueden discutir, que no hablan, que no piensan, que duermen.

Despierten. Vuelvan a empezar. Las veces que sea necesario.

Despierten. Dejen de buscar donde no hay. No deseen lo que no vale la pena. Jueguen. Corran. Pero principalmente, abran los ojos, la cabeza. Miren donde estan. Piensen si es lo que quieren. No se conformen con su puta neurosis. Salgan a despejarla, a soplar las nubes.

miércoles, diciembre 24, 2008

Asomando





XI.

Treinta rayos convergen hacia el centro de una rueda,
pero el vacio en el medio hace marchar el carro.
Con arcilla se moldea un recipiente,
pero se le utiliza por su vacio.
Se hacen puertas y ventanas en la casa
y es el vacio el que permite habitarla.

Por eso, del ser provienen las cosas
y del no-ser su utilidad.


Lao Tse, Tao Te Ching

viernes, octubre 10, 2008

El imputado

Sin embargo, el irme sentí un profundo y repentino alivio: me fui escapando pero sin saber de qué. Si me fuerzo, ahora, y pienso, puede que haya sido por dejar atrás esa sensación de desconfianza contínua; esa paranoia urbana de pensar que todo acto aparentemente desinteresado de alguien tiene, en el fondo, un objetivo concreto y personal. Cuando me fui, sentí el alivio de la certidumbre, supe realmente que todo lo que me ofrecieron fue solo por el acto de dar, sin pedir nada a cambio; y ahí recordé a Víctor y sus sabias palabras de borracho.
Y en ese alivio me dormí y me confié, cuando menos debía hacerlo; y cuando desperté, desparramado en el asiento del colectivo, tenia un perro que me miraba desde el pasillo, y del cuello del perro nacía una correa verde que terminaba en la mano del gendarme que me decía: buen día, documentos. Y yo, el mago del descarte, esta vez no pude hacer nada y hasta confesaría que ni lo pensé; me deje llevar: si estaba ahí, en el medio del desierto con eso en el bolsillo, por algo era. No iba a ir en contra. Mientras que me paraba, caminaba y sacaba la mochila de la bodega, tuve por lo menos tres oportunidades de deshacerme de la cosa; no lo hice, y no pregunten por qué.
Y así fue que, accidentalmente, conocí la ciudad de Santa María, al este de Catamarca, y la conocí bastante bien después de seis horas de recorrerla en el camioncito verde, buscando una puta balanza que marcara el misero gramo y medio de marihuana que ya dormía en la chaqueta del gendarme, que sorprendido miraba mi sonrisa inmutable, como si en vez de un sumario estuviese disfrutando de un tour por la ciudad, y su cara de sorpresa aumentaba mi sonrisa, que ya rozaba la burla, pero ¿existe alguna ley que me lo prohíba?.
Estaba Nievas, un gordo acalorado que con sus cuarenta y pico solo era cabo: hablaba mucho y con frases hechas. Morales, morocho correcto y reservado, con cara de buen tipo. Y Don Ramón, que así bauticé; además de su parecido con el homónimo, mastico durante horas el mismo escarbadientes, mientras manejaba y chasqueaba la lengua produciendo ese sonido molesto que algunos hacen cuando tienen restos de carne o naranja entre las muelas. Y en el cuartel otros tantos, de mayor o menor rango, que con dos dedos escribían sobre el teclado y paraban, como viejas chismosas, para tomar unos mates o ventilarse las patas. El único molesto, por su presencia y su mirada, era el más pendejo: abusador de poder en potencia, caminaba como si tuviera dos granadas en lugar de testículos; pero esos son los peores: que se hacen los locos con el uniforme y el cinto y al mínimo atisbo de derrota, se cagan en
los pantalones y corren. Me miraba sobrándome, y después, por la tarde, cuando me vigilaba mientras me fumaba un pucho, me dijo: que boludo, en Cafayate podes conseguir en cualquier lado. Y cambio por un instante la sonrisa de burla, por la de complicidad.
Y así paso el día: ellos disfrutando de su deber sin sentido y yo mirando como seis hombres maduros regresaban a su infancia y ocupaban sus horas rellenando formularios con horarios precisos, poniendo sellos y estampillas, recortando, pegando, y dibujando garabatos de colores. Jugaban a ser gendarmes; se divertían y era lo que debían hacer: pero los miraba con lastima y sonreía, como solo podría mirar y sonreír ante seis idiotas que hacen sin saber un deber sin sentido. Estaba de visita en un manicomio o en un geriátrico, y era la causa de su alegría, objeto de su ocupación, su juego. Mantuve la sonrisa burlona para no reírme a carcajadas de todos ellos. Porque yo, a pesar de ellos, seguiría creciendo. Pero ellos, aunque sigan encontrando otros giles despistados como yo, utilizándolos como excusa para sentirse ocupados, van a estar ahí, en el mismo lugar, haciendo los mismos garabatos y
formularios durante años hasta que los mate un cáncer o tengan la suerte, alguna vez, de ser hombres de verdad y defender lo que realmente hay que defender: la vida con la vida misma.
Cuando terminó la travesía de la balanza y el juego de los formularios, que procedí a firmar con el subtítulo de "imputado" bajo mi gracia, fuimos a la comisaría para seguir riéndome con las preguntas del oficial de turno. Nombre y Apellido?. De quien?. Suyo. Ah, dije primero mi nombre y después mi apellido y primero mi apellido y después mi nombre, el orden del producto no altera los factores. Alias?. No pude evitar la sonrisa y me quede mirando un ángulo de la pared, la telaraña que crecía como mi cabeza, que se llenaba de nombres absurdos. Alias?, repite. Billy, el Pistola Floja, me anime a decir. Me miró y creo que estuvo a punto de darme un golpe. Nievas, que estaba detrás pronuncio mi apellido como un reto, como una maestra gorda y bigotuda, y le dije que no tenia alias. Y así siguió, y así seguí. Ocupación? Ninguna. Profesión? Ninguna. Que hace? Nada. Debe haber sido el prontuario mas aburrido de toda la historia policial de Santa María, y eso que en
ese desierto no pasa nunca nada. Dedito negro, y las huellas de mi paso quedaron ahí, selladas. Me lavaba las manos y me reía, otro idiota mas al que le cagamos la siesta. Y ahí me acordé, la pared crema que tenia enfrente, casi pegada a mi cara y el sol fuerte que rebotaba en ella. Amarillo. Y me acorde de Onetti, de la Santa María de sus libros o de su Santa María, porque el la creó y también la destruyó, prendiéndola fuego.
Cuando volvimos, todo listo. El señor juez se había levantado con el pie izquierdo y ordeno que declarara en Catamarca, al otro día. Y yo quería sacármelos de encima, y tiempo tenia de sobra. Puse cara de perro pobre y sin dientes y la gendarmería se hizo cargo de mi pasaje. Me ahorre cuarenta mangos, aunque no pensaba ponerlos de mi bolsillo.
Ya pasada la medianoche, me encontré con Morales, que viajaba conmigo llevando los papeles, en la terminal de Santa María. Fue un tipo abierto y sincero: aproveche. Antes de subirnos le pregunte si traía la evidencia en el sobre; me contesto que si, y le propuse ir a fumarnos unas secas por ahí, hasta que llegase el colectivo. Total, ¿quien se iba a enterar?. Se rió, relajado, ya fuera de la orbita del cuartel y de las miradas de sus compañeros. Y se aflojó. Pero miró para otro lado y cambió de tema, hasta que llegó el bus y subimos: el chofer pasilleaba controlando boletos. El mío lo miró un rato largo, especialmente interesado por el rotulo: "a cargo de gendarmería", donde debería ir el precio. Lo miró a Morales y le pregunto si estaba con el, le gane en la respuesta y le dije: si, soy el imputado; el chofer me echo una mirada larga, desconfiado, me devolvió el papel y siguió en la suya. Mientras, la vieja que tenia del otro lado del pasillo, me miraba con miedo. Le sonreí. Cuando gire la cabeza Morales me miraba con vergüenza, y me dijo: no debería haber dicho eso, el pasaje lo sacamos como si usted fuera de inteligencia.
Mi pelo largo y la barba abandonada lo confirmaban, a mi me sirvió para reírme un largo rato, de la cara del chofer, de la cara de Morales, y cuando este estaba a punto de dormirse le pregunte que pensaba de todo esto, si creía que era algo útil. Sin dudarlo me dijo que no, que no servia para nada. Y para que, entonces. Para justificar nuestro trabajo, nuestro deber y porque en el momento hay testigos y tienen que ver que hacemos algo. Fue suficiente para dejarlo dormir, y confirmar todas mis risas burlonas del día: para justificar su trabajo, su sueldo. Por el deber de romper las pelotas.
El resto fue tan rápido como encontrar la fiscalía, esperar dos horas al abogado que me defendería, que al fin llegue, que yo no declare, se indigne del tiempo y la plata que nos hicieron perder a todos, que firme y se vaya. Listo. En unos meses, estos papeles se prenden fuego -me dijo, acostumbrado- te llamo cualquier cosa, pero no creo que haga falta.
Otros gendarmes me llevaron al destacamento de policía donde después de un rato mas de toda la puta e inútil burocracia, me fui caminando a la terminal para decidir a la suerte, mi próximo destino. ahí me encontré con Morales, que intentaba sacar el pasaje de vuelta a cargo de la gendarmería, y al lado de su bolso, parado a sus pies, tenia un plasma grande y de buena marca recién comprado, fresco y costoso, y sobre la caja, como una corona, descansaba su gorro verde de gendarme, con estrellitas y colores y todas esas boludeces que a ellos, les encanta.

miércoles, octubre 08, 2008

Amaicha(u)

Esa misma noche, Palo Palenque deja sobre la mesa, delante de mi, cuatro pequeñas empanadas tucumanas. Pequeñas pero potentes. Hombre joven de piel curtida, en sus historias navega hasta hacerme dudar si lo que dice es del todo verdad. Le gusta hablar; lo dejo, sus gestos y expresiones me resultan simpáticos, le sigo la corriente, y sin darse cuenta se contradice: de aspecto humilde y abandonado mantiene un andar y una expresión soberbia. Camina como recién bajado del caballo, y cuando detiene el habla para pensar la palabra exacta, sonríe y agita sobre su cabeza el gorro de lana que después se quita, para peinarse y volvérselo a poner. Tiene la cara hinchada y no le pregunto la razón, hay respuestas que llegan solas. Mientras habla yo lo escucho y lo miro ir y venir, de la damajuana de vino blanco a llenar mi vaso, y así.
Después que gastó el piso unas cuantas veces, me regala, ya borracho, un sombrero de cuero que me cuesta aceptar: no confío en su estado, el vino ablanda y por la mañana se puede arrepentir. Mientras me convence, a lo lejos se escucha el ritmo monótono de la cumbia: el se calza su sombrero, me acomoda el mío y me obliga a salir. Tengo un compañero loco y borracho, y vamos a dar una vuelta por ahí. Cruzamos al bar de Miguel, que duerme, y el loco del sombrero me presenta a dos amigos que terminan de cenar, ya empinados, y nos miran extraños; entre desconfiados y burlones. El Pelado, lo más parecido a Prodan y Carlitos, con sus ojos claro y achinados. Nos preguntan si nos escapamos de algún manicomio o de una telenovela: son los de "Pasión de Gavilanes" dice Carlitos. Los arrancamos de las mesas. En el camino, mientras Palo se tambalea llegamos a una despensa y seguimos con el blanco. Me entero la razón de su cara hinchada: machao, como casi siempre a partir de las once de la mañana, quiso llevarse un panal de abejas a su habitación; la causa desconocida, pero los vagos sospechan y se ríen de la idea, que quería sacarle miel con una pajita. Esa noche me basta para conocer a medio pueblo, y disfrutar su sentido del humor y tomarme con Carlitos vasos interminables de fernet: a falta de vino. El Pelado logra colarse al recital, nosotros fallamos, nos sacan a empujones y nos conformamos con un poco de fuego, fernet y charlar con los que entran y salen mientras cada tanto el Pelado se asoma y nos boludea.
Volvemos tarde, los tres; Carlitos ya me había convencido: hasta el lunes no te vas -me dijo, y remarcó: y te vas a ir azul. Y azul se había dormido Palo, un par de horas antes.
Al otro día, temprano, con el estomago destruido por la falta de costumbre al remedio, me levanto y tomo unos mates. Salgo a comprar algo para el almuerzo cuando Carlitos y el Pelado ya baldeaban el bar. Cuando dije que iba a comprar algo de leche, se rieron: se quiere curar el cuerpito. Pero a Carlos le duraba el pedo, porque en las venas no tiene sangre sino vino.
Esa noche me entero quien es el viejo que me hospeda; Don Pedro Rojas, tanguero viejo y poeta de la ciudad de San Miguel de Tucumán, los tangueros no fueron solo porteños, y lo se de la mejor manera: escuchándolo cantar, y tocar el bombo (cuando la samba lo permitía) junto con el Gordo y el Laucha, guitarrero hábil y sensible de ojos celestes y húmedos: lo miro acariciar la guitarra, tratarla como si fuese una mujer hermosa, desnuda y delicada, y sentir profundamente cada nota que le roba, que hace nacer de sus cuerdas.
Después de un par de horas de música y vino, de atender a la gente que se sienta a compartir una cerveza y escuchar, el Laucha me mira y sin saber quien soy, me dice: esta es para usted. Lo mira al gordo y le dice bajito: mala suerte. Así, el gordo levanta su cuerpo enorme y canta con una voz profunda.
Me emociono y me sorprenden las vueltas: como dan en la tecla. ¿Seré transparente ahora?, ¿tendré el destino pintado en la frente, en el cuerpo?.
Tarde, me voy a dormir, escuchando el eco del tango que gira en la habitación, cuando ya mas nada suena afuera, y me arrulla:

Yo no puedo prometerte cambiar la vida que llevo,
porque naci calavera y así me habré de morir.
A mí me tiran la farra, el café, la muchachada,
y donde haya una milonga yo no puedo estar sin ir.

Bien sabés cómo yo he sido, bien sabés cómo he pensado,
de mis locas inquietudes, de mi afán de callejear...
Mala suerte si hoy te pierdo! Mala suerte si ando solo!
El cupable soy de todo ya que no puedo cambiar.

Porque yo sé que mi vida no es una vida modelo,
porque quien tiene un cariño al cariño se ha de dar
y yo soy como el jilguero que, aún estando en jaula de oro,
en su canto llora siempre el antojo de volar...

He tenido mala suerte, pero hablando francamente,
yo te quedo agradecido, has sido novia y mujer...
Si la vida ha de apurarme con rigores algún día,
ya podés estar segura que de vos me acordaré.

Letra: Francisco Gorrindo (Froilán)

Me despierto temprano y rejuvenecido. El recuerdo de la noche anterior me anima, me empuja. Aunque no quiera, tengo que seguir: es lo que debe ser; me obligo, como en parte me obligue a salir de Buenos Aires.
Armo la mochila y saco pasaje: a las dieciséis a Cafayate, donde nunca llegaría.
Vuelvo, disfruto de mi ya diría charla matinal con Don Pedro (y el don lo tiene bien merecido) y mientras, lo reta a Palo por la cantidad de vino que tomo la noche pasada. El otro se disculpa, e intenta repartir la culpa con Carlitos que mientras algunos escuchaban pacíficamente la música, el se trenzaba con otro machao del pueblo y terminaba zapateando la tierra de la manera más desprolija y graciosa posible: nunca voy a olvidar ese movimiento suelto de todo el cuerpo, como espastico, las manos alzadas sin pañuelo y diciendo: a la comida que pida la gente, en vez de sal, ponele pa-pu-sa. Y remarcaba cada silaba, mientras zapateaba y Palo lo imitaba, borrachos los dos, borrachos alegres.
Pero aquel reto de Don Pedro era fraternal, no era por el vino, sino por Palo. Se notaba el cariño que se tenían. Palo sin padre, Don Pedro con hijos ausentes.
De Amaicha solo conocí las calles y su gente. Pero me basta. Que me hayan incluido en el, desde el primer día y sin ningún interés mas que compartir, me hace sentir mas cómodo que en cualquier otro lado; y sacarle una foto a sus calles, sus casas, la gente que vive en ellas, seria excluirme y verlo desde afuera. No quiero. Va a ser parte de mí, y de mis ojos nuevos. Dejar en la cámara una foto, seria traicionar el cariño del pueblo; ser una abeja mas, que pasa, mira como en un zoológico, saca fotos y se va, sin adentrarse.
Al mediodía cruzo al bar y se prestan para un asadito. Me invitan, y no puedo decir que no. Vino blanco, carne roja. Como en todo pueblo chico, la sangre se mezcla, se une: el de enfrente es el cuñado de el, que después se caso con la hermana de aquel y después la dejo por el otro... las jodas son recurrentes, rápidas y cínicas. Lo van a operar al Richard de urgencia -cuenta uno. De urgencia? le van a sacar los cuernos? ya no entra por la puerta? -responde, el cuñado de Richard, y los cuernos se los hizo con uno que esta sentado en la mesa. Pero entre ellos se cuidan, aunque aclaran: amigos, las pelotas. No somos amigos. Y eso es lo bueno: existe la amistad, porque yo la vi. Pero existe como acto, no como palabra. Las palabras las puede decir cualquier, con las palabras mentir es lo mas fácil. Entre ellos la amistad era la acción.
Mientras corría el asado y el vino blanco las jodas no paraban: pero había una, la central. Carlos, Miguel y el Pelado levantaron el bar de a poco, durante siete años. Bajaron las lajas y las maderas del monte, subieron del río las bolsas de arena. Carlitos, machao crónico, el Pelado en un intento mas de escaparle a la cocaína: intento que no resistió la tentación: mientras me hablaba, ese mediodía, se le podía ver en los ojos y en la nariz que iba a tener que empezar otra vez. Miguel, con su plantita al fondo, toma su cerveza con mesura, disfrutándola y lo mira fijo a Carlitos: estaba filmado, firmado y sellado que no podía tomar ni inhalar nada hasta el martes. Era domingo. Machao y medio dormido lo habían hecho declarar la promesa, de no cumplirla la mano grande y la palma dura de Miguel le daría vuelta la cara de un cachetazo seco. Ahora no pasa nada, porque mucha gente no viene -me confesaba Miguel. Pero sabes lo que es en verano? Me atiende a los clientes tambaleando.
Y mientras Miguel no veía, Carlitos tomaba vasos enteros de vino, blanco, tinto, el que sea, de un solo trago, como yo solo podría hacer con el agua. Nos reíamos cómplices, los demás le pasaban los vasos llenos por debajo de la mesa, esperando la cachetada. Miguel nunca lo vio pero lo conocía, y a Carlitos se le notaba en los ojos: argumentó sueño, casi a carcajadas y se fue a dormir, sin dejar de servirles, tambaleando, una cerveza a dos puntos que se habían sentado en el bar. Miguel lo miraba, sonreía disfrutando de antemano la cachetada y jugaba: iba preparando la palma. Para distraerse y alargar la amenaza, me invita a conocer sus habitaciones y el fondo. Camas y muebles hechos con sus manos, y un árbol tallado en su propio baño. La sabia negra caía por las facciones del indio marcadas en la madera viva, y cuando tirado en la bañera se relajaba y lo miraba, se sentía parte de el y le encontraba nuevas formas. Después, me muestra su nuevo proyecto (su nueva locura): pico y pala, estaban cavando un sótano, futuro hospedaje de vinos y jamones, aunque se reían de la idea de que era para un laboratorio. Todavía no lo hiciste -le decían, y la policía ya lo sabe. Es mas, están esperando que lo termines, para venir a probarlo.
Cuando volvemos, Carlitos ya dormía adelante y el Pelado termino su gira con la cabeza sobre la mesa. Lastima que no los puedo rajar a la mierda -me decía, y reía Miguel.
Cruzo, tocado por el blanco, a buscar mis petates y a cerrar cuentas: se acercaba la hora de dejar Amaicha. Pero me distraje en la triste alegría del despido y cuando llegue a la terminal, el micro que debía tomar, se había ido sin mi: sinceramente no me costo quedarme un día mas, y termine festejando en un bar los goles de San Martín de Tucumán a River, con cervezas que de la alegría pago el comisionado del pueblo. Los vagos se reían de mi suerte y de mi destino: adonde vas a ir? si acá estamos todos los días así!. No lo dudo ni lo dude, creo que por eso me fui. A la mañana siguiente, cuando todos dormían, me subí al primer micro: al único que vi fue a Miguel que en su ultimo acto de amistad pero también de condena, me regalo unos cogollos frescos de su plantita. Cogollos que después me convertirían en "el imputado".

martes, septiembre 23, 2008

ahora si, Amaicha (primer parte)

Para saber la fecha, tengo que forzar la memoria y recapitular; no me interesa. A Amaicha traje el viento, la tierra por suerte ya estaba y la combinación me lleno los ojos.
Con un dato me baje del bus y me recibió un punto con otro dato en la mano. Mejor conocido: camine. No exagero si digo q, en la esquina, con cuatro ejemplos ya estaba enamorado de este pueblo. A esa altura, poco me importaba el destino; las casas de adobe casi en ruinas, sus puertas de madera gastada, el tono pastel de sus paredes. Quería hablar, preguntar. En una esquina un hombre en moto se dispone: habla más rápido que yo y le entiendo la mitad. Me acerco y el perfume le olía a tinto. –Yo le llevo. Y no podía decirle que no. Monto con la mochila y arranca para cualquier lado. Me pasea por el pueblo y me sorprende la habilidad que tiene para pisar todas las grandes piedras del camino, tan grande su habilidad como su suerte para no terminar en el piso. Antes de pasar por tres hosterías que no eran las que yo buscaba y un almacén cerrado, le pregunto el nombre: Chotque, me dice y oigo choque. Vamos bien: Arriba de una moto, por calles de tierra y piedra, con una mochila de treinta kilos y la maneja un borracho que se apellida choque. Choque?, le pregunto. Chotque, es mi apellido. Mi nombre es Víctor. Después de dar vueltas me dice que ya sabe donde quiero ir. Riendo me deja y mas se ríe cuando le digo que en un rato paso por su casa a tomar unos vinos.
Hasta ahora aprendí varias cosas. Desde antes sabia que el estigma del petiso, es tener que cortar la mayoría de sus botamangas. Ahora se que el estigma del que hace dedo, es que los mejores camiones que nos pueden llevar, siempre pasan por la vía de enfrente y también, y muy importante, que los primeros amigos que uno hace en un nuevo lugar son perros, borracho o chicos. Y en cualquier orden.
Víctor se alejaba riendo, aunque en realidad se reía desde mucho antes de que le preguntara donde quedaba el lugar que en ese momento tenia enfrente. Si les dijese que el lugar era el ejemplo máximo de la simpleza, me quedaría corto. Adobe, tierra, piedras como escalones, hamacas, tierra y adobe. Y ahora venia el perro. En dos segundos, mi campera verde, mis pantalones marrones, se llenaron de tierra. Cachorro vino corriendo y se me echo encima con desesperación y cariño, Cachorro que después fue Atila. Y al Rey fue al único que encontré en el lugar y ahí comprendí su festejo.
Otra vez mochila al hombro y sin esfuerzo camine las calles de Amaicha: dos nomás, hasta la despensa donde Víctor se disponía con un tinto y una gaseosa. Riendo a carcajadas me levanto el vaso a modo de invitación, otra vez no pude decir que no. Descendiente de indígenas, se fue de Amaicha de joven a laburar al norte; hace cuarenta años volvió para no irse nunca mas. Entre el tinto y la charla, repite varias veces que a el le gusta ayudar sin interés ni discriminación, que ayudando se siente bien y que así las cosas valen mas. No por borracho menos sabio. Me despido con otra promesa de vino y me voy a buscar donde dormir por la noche. Voy por el segundo dato y en búsqueda de una pareja amiga de Moreno, que conocí en Tafi. El segundo dato también vacío, claro que estábamos en la hora santa de la siesta, y de los de Moreno ni noticias. En el camino un chico me cuenta que a la noche hay joda, un grupo de cumbia viene al pueblo: veo los preparativos, la emoción. Mientras camino y muerdo un pedazo de pan, no salgo de mi asombro. Este pueblo es hermoso. ¿Lo sabrá la gente que vive en el? La pregunta me angustia un poco.
Me pierdo en el camino y encuentro una hostería sin nombre: llamo con las palmas y solo me responde la mirada dormida de un perro. Un patio rectangular descubierto da a un salón de diez por diez; hay habitación y comida, solo resta esperar. Hace unos días se me termino el papel para el tabaco, veo un servilletero y recuerdo viejas épocas: tomo un par, las guardo y con la ultima me armo un pucho. Me siento, lo fumo y pienso: esto no me lo quita nadie, y recién empieza. Cada día que pasa, me siento mas seguro de mi no-camino, de mi camino hacia ningún lugar.
Al rato escucho pasos y descubro un pasillo angosto oculto a la derecha del salón, en el un hombre mayor me recibe y basta con dudar dos segundos para que me rebaje el precio de la habitación: cuanto menos gaste, mas lejos voy a llegar. Dejo la mochila y tomo unos mates. El hombre me cuenta sus cosas, algo de su vida (después sabría que no todo, no lo mejor). Me indica un lugar para visitar: una virgen tallada con cara de indígena sobre un olmo de 300 años. Una maravilla, me dice y ya solo su voz viva y ronca me convence. Después, por voluntad, nuevamente me pierdo en el camino y termino jugando a la pelota con Emmanuel y algunos chicos del lugar. La escultura es lo de menos –pensaba- y el camino hacia ella me descubre un lugar más humilde y más hermoso todavía. La gente me incluye en sus días, me sonríe y me saluda. En el camino me detengo en un círculo de piedra y lloro. La pregunta que antes me angustio ahora la uso para limpiarme los ojos de la tierra, aunque quisiera guardármela para siempre.